EL DÍA QUE SE (ME) PRENDIERON LAS ALARMAS

Hace unos años, en medio de una época un tanto oscura de mi vida, choqué un auto y me quebré la muñeca. Nunca me había quebrado un hueso. Si bien no dolió tanto como pensé que dolería romperse uno, fue uno de los procesos más incómodos y difíciles que tuve que atravesar en toda mi vida. Me pusieron un yeso en L hasta la axila, y no podía hacer nada por mí misma. Y como soy necia y caprichosa, tampoco quería pedir ayuda. Pasé la primera semana sin lavarme el pelo porque no me daba el ángulo para poder lavármelo yo sola. Me bañaba, eso sí. Por suerte me quebré la mano izquierda y no la derecha. Porque como soy diestra, si me hubiese quebrado la derecha no sólo no me hubiese lavado el pelo, sino me hubiese vuelto loca.
Con la mano sana entonces, me enjabonaba, me enjuagaba y me sacaba una selfie por día. Es la serie de autorretratos más triste que hice en toda mi carrera (y tengo una colección bestial de autorretratos de todos los colores), mi mirada es la más triste que me vi durante toda mi carrera, y todo lo que capturé en esas selfies fue triste y doloroso. «BROKEN» la titulé. No la publiqué en ningún lado y no sé si alguna vez la voy a publicar. Pero la hice, existe, y yo sé qué está ahí, escondida en mi disco rígido. Como el hueso que me rompí. No se ve pero sé que está ahí. Como no se desplazó no hubo que operar, entonces no tengo cicatrices en la piel. Y como cicatrizo rápido y de manera eficiente, tampoco me quedaron secuelas en cuestiones de movilidad. Nunca hice las 20 sesiones de kinesio que me recetó el médico, porque me dio paja pero también porque se me había vencido la obra social y no quería pagarlas de mi bolsillo. Por suerte se me curó sola, y se siente como si nunca nada le hubiera pasado. No me duele, no tengo un movimiento limitado en la articulación, de hecho si quisiera podría olvidarme que alguna vez pasó. Y como uno de mis más grandes miedos existenciales es olvidarme de las cosas (por eso saco fotos, por eso escribo este blog), decidí auto-recordarme sobre ese hueso roto todos los días. Me tatué una curita en la parte interior de mi muñeca izquierda, justo arriba de donde cicatrizó el hueso, aunque no se ve. Para no olvidarme, y también porque ese accidente me sirvió para curar otras cosas. Me sirvió para parar con muchas cosas; con el auto-boicot, con el drama, con el alcohol, con la angustia, con la baja autoestima, con la autocompasión, con estar siempre al borde del abismo, al borde de tirarme a las vías del tren. Aparte de que estuve obligada a parar de trabajar, a parar de entrenar, de ponerme remeras con mangas angostas. Le llamo «accidente» porque es lo que fue, pero también lo que fue es que yo busqué ese choque. Yo busqué quedar enyesada e inmovilizada y victimizada. Porque soy así, para parar con algo necesito estrellarme la cabeza contra una pared. Necesito que alguien me frene de una piña, necesito romperme un hueso. Necesito que me pongan los límites de golpe y con mano dura, como cuando en una persecución policial le tiran al auto en fuga esas tiras de púas que pinchan las gomas del auto de los malos y ganan los rati. Porque soy así, porque no tengo autocontrol y porque se me nubla la vista con el drama existencial de la minitah que llevo dentro, y empiezo a no darme cuenta de muchas cosas y necesito que un agente externo venga a desobnubilarme de una cachetada. Eso fue para mí ese accidente; una cachetada autoimpuesta que me abrió los ojos, la cabeza y el corazón, para poder focalizar en las cosas que realmente importan y valen la pena. Pasada la primera semana, que la viví como un período de arresto domiciliario, odiándome y sin salir de la cama, sin comer y sin lavarme los dientes, decidí que era suficiente; decidí pedir ayuda. Fui a una peluquería donde me lavaron el pelo y me masajearon la cabeza y las ideas durante 40 minutos, empecé a contactar amigos para ponerlos en tema y que me mimaran un poco, y empecé terapia. Desde ese pedido de ayuda, mi vida no hizo más que irse para arriba. Porque pasa eso, no? Cuando tocás fondo no te queda otra que irte para arriba. O morís ahogado en el fondo del mar o empezás a patalear hasta que encontrás aire, y respirás de nuevo. Vivís de nuevo.
En Berlín no manejo. Porque no tengo auto, porque no tengo plata para alquilar uno, porque me da miedo, porque no tengo el carnet internacional para manejar, porque no lo necesito, porque no quiero. En cambio, me compré una bici usada por 80 €. Una ganga.  Es una bici negra de hombre, gigante, altísima, pesada y hasta un poco incómoda, pero es mía, y la amo. Al final entre una rueda pinchada, las luces rotas y un cambio de frenos, terminé poniéndole más plata encima que la que había gastado al comprarla, pero no me importó. En la bicicletería ya me conocen, y como aún no manejo vocabulario técnico en alemán como «pinchada», «frenos» o «me chocó un auto y me rompió las luces», al bicicletero le hablo en inglés. Y cada vez que entro a la bicicletería con un problema nuevo, la recepcionista le anuncia al bicicletero que está trabajando atrás de una cortina que llegué, al grito de «die Englische Frau!» (la chica inglesa!). Me enternece y me da un poco de gracia que me identifiquen así, y decido bautizar a mi bici con el nombre Black Queen Elizabeth of England. Siempre odié a la gente  que le pone nombre a las bicis o a los autos, pero supongo que es como tener un hijo.. no te bancás a los niños hasta que tenés uno propio, y eso es lo que me pasó con la bici. Es mi medio de transporte pero también mi fiel compañera, que después de esos arreglitos que superaron los 80€ no me dejó nunca de garpe. El día que me di cuenta que los frenos no respondían del todo bien, me di cuenta cuando ya había salido de casa y estaba a medio camino de donde tenía que ir, adonde por supuesto estaba llegando tarde. Así que decidí no prestarle mucha atención y seguir andando, sólo no tan rápido y con un poco más de prudencia de lo normal. En un cruce donde yo tenía luz verde e iba sobre la bicisenda, haciendo las cosas bien for a change, se me cruza una mina. Durante unos 50 metros le toco insistentemente el timbre que llevo agarrado al manubrio y le grito en diferentes idiomas para llamarle la atención y que se corra de mi camino. La mina nunca me escucha, nunca se da cuenta de nada y nunca se corre. Pese a que yo iba despacio y mis intentos de esquivarla, todo sucede muy rápido para ambas y me la llevo puesta. El manubrio le queda entre las piernas y la levanto por el aire como sorete en pala. Me asusto, al mismo tiempo me alegro de estar en el país de los seguros y haber contratado un seguro de Responsabilidad Personal, nos caemos las dos al piso, me levanto. Ella estaba más asustada que yo, pero enseguida me doy cuenta que no la lastimé. Lo curioso fue que ella no paraba de pedirme perdón. Se sentía responsable de la situación, asumió culpa de haber tenido la cabeza en otro planeta y no darse cuenta que estaba parada en medio de la bicisenda y el peligro que allí corría. Yo creo que sí se había dado cuenta, pero había decidido no hacer nada al respecto. Me dio la fuerte sensación de que, como yo con el choque que me costó un mes y medio de yeso en L, ella estaba buscando ese choque. Porque a veces la cachetada que te despierta te la podés dar vos mismo, pero otras veces las alarmas son prendidas por agentes externos, por otras personas.

Apenas me vine a vivir a Berlín me pasó que de repente cantidades de amigos y conocidos se venían de vacaciones a Berlín. NUNCA nadie de mi círculo había elegido Berlín como destino, y de repente, todo el mundo. No por mí, claramente, pero digo.. las no-casualidades de la vida..
A muchos no pude ver en esas visitas, por no poder coincidir, porque yo estaba en Londres dándole la teta al bebé adulto Danés, o porque estaba simplemente demasiado ensimismada en mi propio drama de recién llegada y todo lo que ya conté en este blog, que a parte de energía, me consumía bocha de tiempo. Pero por suerte pude coincidir con dos personajes clave: Agustín y Sebastián L. Cuando me enteré que Agustín estaba en Europa, fue cuando nosotras estábamos en plena aventura escandinava . Estábamos haciendo el mismo viaje, el mismo recorrido, pero él nos llevaba uno o dos días de ventaja. Su travesía terminaba en Berlín, y le dije de vernos. Agustín en ese momento no era un amigo muy íntimo, era una de esas personas de las que sos fan, que lo seguís en todas las redes, que coincidís en alguna que otra clase de crossfit o te lo cruzás en algún recital (y te emociona saber que comparten los mismos gustos), te likeas o te comentás alguna que otra foto en instagram, quizás hasta te invita a su cumpleaños, pero siempre lo mirás de lejos, nunca se da la oportunidad de generar un vínculo de amistad íntima y verdadera. Un poco porque los dos somos tímidos, otro poco porque lo conocí a través de Sebastián y siempre es raro hacer un approach a alguien del círculo de tu ex. Entonces Agustín era, en ese momento, más un amigo de un amigo que me caía MUY bien, que un amigo propio. Pero cuando me enteré que estaba por acá, le dije enseguida de vernos sí o sí. Porque sentía que era finalmente mi oportunidad de entablar una amistad grosa con él, pero también porque yo estaba desesperada por un cable a tierra, o al menos un cable a Argentina. Se me acababan de ir Madre y Hermana, con el Danés se habían estabilizado un poco las cosas pero hasta ahí nomás, y yo me sentía muy sola, muy falta de amigos, de reírme, de hablar con alguien que me conociera, que quisiera entenderme, que me quiera un poco. Agustín enseguida me dijo que «obvio que nos íbamos a ver», y yo dudaba si realmente me quería ver o si era de puro educado que me había dicho que sí, pero tampoco me importaba cuán genuino era ese sí. Un «sí» es un «sí», y en ese momento me valió oro.
Nos acabábamos de mudar y adentro de la casa estaba aún todo un poco atado con alfileres. El Danés viajaba mucho, y la estadía de Agustín en Berlín coincidiría con un viaje del Danés a Londres. Lo invito a Agus a tomar una birra y me cuenta medio de paso que se habían enfriado las cosas con un chongo alemán que había pegado y que de un día para el otro se había quedado sin alojamiento en Berlín. Que estaba ahora buscando un cuarto o un departamento o algún lugar con cuatro paredes donde caerse muerto. No le di opción y le dije que se quedaba en casa. Me preguntó si estaba segura, que si no era molestia, que si había lugar. No sólo había lugar extra, porque estaba yo sola y la casa es gigante, sino que necesitaba que se quedara en casa. No por él, por mí, por mi desolación y mi hambre de cariño y amistad. Lo convenzo y convivimos juntos durante una semana entera. A mí se me caía la baba de felicidad. Durante esos 7 días no hacemos todo juntos, pero compartimos un montón de cosas. Desayunamos juntos, tomamos mate, le cocino, salimos, y (por fin!) nos hacemos amigos. Amigos de verdad. La única vez que salí a bailar en Berlín fue de la mano de Agustín. Me llevó a un boliche gay, a una fiesta drag, a la cual si ibas lookeado de drag queen en vez de cobrarte 12€ te dejaban pasar gratis. Lamenté no haber tenido esa información antes de salir de la casa. Igual pagamos los 12€ y entramos, vestidos de civil. Adentro aparte de estar lleno de gente, había 4 pistas de baile: una de música techno (después de todo, estamos en Berlín), una de música ochentosa alemana, una de música ochentosa internacional, y una de pop/rock contemporáneo. Esa última terminó siendo mi favorita, porque aunque canto como el culo algo que me encanta hacer es bailar canciones de las cuales me sé la letra. Bailamos durante 7 horas seguidas. Somos casi los últimos en irnos del lugar, y cuando salimos a la calle el sol ya estaba muy despierto y tan radiante que te partía la cara. Mientras bailamos nos tomamos mil birras pero las transpiramos al ritmo de Madonna, Beyonce y Britney Spears, y para el tiempo que estamos caminando por las calles de Kreuzberg ya estamos sobrios. Me doy cuenta que hacía muchos años no me pasaba esto de salir de un boliche oscuro y que ya sea de mañana, y me hace sentir vieja y joven a la vez. También me siento feliz. Agustín y 7 horas de un boliche gay era lo que estaba necesitando, y aparte de vieja y joven, me siento viva.
Aparte de bailar a lo loco entre drag queens y compartir un termo de mate todas las mañanas, con Agustín charlamos UN MONTÓN. De todo un poco, de la vida, de Berlín, de Argentina, pero sobre todas las cosas hablamos de hombres, y del Danés. Siempre me pareció interesante plantearle mi mal de amores a mis amigos hombres. Porque las minas a veces generalizamos demasiado y en vez de opinar sobre un hombre en particular, empezamos a emitir opinión acerca del género, y un poco se desvirtúa, y yo lo que buscaba era opinión sobre cosas particulares, no generales. Y me resultaba tremendamente interesante escucharlo a Agustín, un hombre, ahora un amigo, opinar acerca de lo que yo estaba viviendo. Agus tiene una mirada muy particular de las cosas, muy limpia, una mirada, a diferencia de mis amigas mujeres, desdramatizada. Me hace comentarios muy honestos, y me asombra un poco el enorme sentimiento que vuelca sobre cada consejo que me da. Como si me quisiera, como si fuéramos amigos de verdad desde hacía años, como si me conociera. Agus es más grande que yo, y el Danés también. Entre otras cosas, le explico a Agustín de mi obsesión por mi papá y por salir con hombres (mucho más) mayores que yo. Él me cuenta que él cuando tenía mi edad era como yo, pero que después se le pasó y empezó a permitirse salir con hombres de su misma edad o incluso más chicos, y que no se arrepiente de haber hecho ese cambio de estrategia de juego, que muy por el contrario, la pasó re bien. Lo escucho con atención pero le contesto que eso no me podría pasar a mí, porque a mí me encantan los hombres más grandes que yo, y que nunca pude ni identificarme ni conectar con hombres de mi edad, y MENOS más chicos, que era impensable e inconcebible para mí cambiar el rango de edad cuando de involucrarme sexual o emocionalmente con hombres se trata. Cuando le dije eso me miró enternecido, aguantándose un poco la risa, y me dijo «ya te va a llegar». Yo no me aguanté la risa, me le reí en la cara y mientras pensaba en que me había dicho eso porque claramente no me conocía lo suficiente, le contesté «No, Agus.. a mí no! A mí me gusta mi síndrome de Edipo, soy fan del Edipo! Tengo cero interés en cambiarlo o combatirlo, me rehúso a salir con hombres que no tengan al menos 10 años más que yo.». Agustín me volvió a mirar enternecido, como sabiendo, el muy brujo, que no pasaría mucho tiempo para que yo volviera con el rabo entre las piernas a darle la razón.. efectivamente, ya me iba a llegar.
Agus se fue de Berlín y a mí me quedó un agujero en la casa y en el corazón. Del síndrome de Edipo pasé al síndrome del nido vacío, sin escalas.

Un mes después de que Agustín se fue, llegó a Berlín Sebastián L. . Sebas L., también más grande que yo, es, en pocas palabras, un ex chongo. Es el único hombre con el que me acosté al que hoy puedo llamar amigo. Pero amigo de verdad, como terminó siendo Agus. Lo llamo Sebastián L. para diferenciarlo de Sebastián a secas, el Sebastián que ya todos conocemos. Cuando le avisé al Danés que «mi amigo Sebastián, con quien tenía un pasado íntimo (por no decir hot)» se quedaría en casa 6 días y 5 noches, se puso pálido. Sebastián el del blog? Me preguntó. Cuando le dije que era otro Sebastián, le volvió el color a la cara, como si de repente hubiéramos quedado todos fuera de peligro, y lo invitó entonces a quedarse mil noches si así lo deseaba. Very Berlín todo.
Sebastián L. es el único ex chongo que es un actual amigo, porque es el único hombre, entre Sebastián y el Danés, que no me hirió. Y no me hirió porque nunca me mintió. Nunca me dijo una cosa por otra, nunca me hizo promesas vacías. Lo conocí cuando fui a hacerle fotos a una de sus bandas mientras grababan un disco. Cuando le mandé las fotos me dijo que le gustaron, y que mi tatuaje de un teclado en mi antebrazo derecho también le había gustado. A mí él me encantó desde el primer momento que lo escuché tocar el piano. Cómo me pueden, los músicos! Chat en Facebook que va, chat en Facebook que viene, dijimos de vernos. La primera vez que vino a mi casa cayó con una botella de vino y una papaya. Después de ese día, de verlo cortar la papaya esa, y de verlo deslizando sus dedos de pianista a través de la carne naranja, dulce y madura de esa fruta para sacarle las semillas, después de ese día no pude nunca más comer una papaya sin calentarme. Y así fueron siempre nuestros encuentros. Dulces, calientes, maduros. Y digo maduros por esto de siempre haber tirado las cartas sobre la mesa, desde el primer momento. Una vez, después de que le dijera que me gustaría verlo más, o al menos más seguido, me dijo que él en ese momento no podía darme más que eso; más de lo que había ya entre los dos. «Yo lo único que puedo prometerte es que siempre te voy a dar lo mejor de mí», me dijo. Y para mí fue lo máximo escuchar eso. No me estaba dando lo que yo quería (verlo más), pero me estaba dando algo mejor: su mejor versión. Siempre atesoré ese momento y que me haya dicho siempre la verdad de las cosas. Por eso me encantó cuando me enteré que vendría a Berlín, y salté de alegría cuando me dijo que pararía unos días en casa. Ni esa primera noche con la papaya, ni ninguna de las que le siguieron, se quedó a dormir. Ni él en mi casa ni yo en la de él. Los encuentros eran eso. Y a no mezclar las cosas. La ironía, no? Que la primera vez que se quedaría a dormir en mi casa sería en camas separadas, sin besos y sin papaya.
No sé si le pasará a todo el mundo, pero para mí el dormir con alguien tiene una carga muy pesada. Aún más que coger. El dormir es un acto enormemente íntimo. Aún más que coger. Y agradezco que Sebastián L. no me haya dado ese momento de intimidad durante nuestro affaire, porque hubiese hecho un corto circuito emocional en mi cabecita, hubiese confundido las cosas y no habríamos quedado amigos y no lo habría alojado en mi casa de Berlín y este post sería un poco menos entretenido. Me pasa algo, al dormir con alguien, siento que me expongo -y el otro también- de una forma en la que no es posible hacerlo en otras circunstancias. Es, de hecho, una de mis estrategias de conquista. Por lo general, cuando me gusta un chico y empezamos a salir o a darnos unos besos o lo que sea, siempre lo convenzo de pasar la primera noche juntos sin tener sexo, sólo durmiendo. Siempre (pero siempre) funciona. A la mañana siguiente les gusto diez veces más. Con Sebastián L. la estrategia fue inversa y me gané un amigo. Pero si no, románticamente, SIEMPRE funciona. Cuando empecé a salir con Sebastián le apliqué la estrategia durante 7 noches seguidas, y después estuvimos de novios durante casi 5 años. Así que cuando digo que funciona, es porque funciona.
Sebastián L. se quedó a dormir entonces 5 noches en mi casa de Berlín. Sin coger. No compartí tantas cosas como cuando se quedó Agustín; salimos un par de veces a tomar algo pero con un grupo de otros argentinos. Él salía a recorrer la ciudad y yo a mis clases de alemán. Nos cruzábamos entrando y saliendo de la casa, pero no hablamos ni compartimos mucho. Luego de volverse a Buenos Aires, intercambiamos unos mensajes por WhatsApp. Le digo que lamento no haber hecho más cosas con él, pero que me encantó verlo y que ojalá que vuelva pronto. Y que perdón que no le di mucha bola, que estaba medio en otra, con la cabeza un poco perdida, el alma partida, el corazón triste. Me dice que no se había animado a decírmelo antes, pero como yo abrí el juego ahora podía decírmelo: que se había dado cuenta, que se me notaba, que estaba un poco ahí y un poco ausente. Que no era yo, que hasta me había cambiado el tono de voz, que se me notaba que algo andaba mal, y que debería prestarle atención a eso y concentrarme un poco en buscar lo que me haga feliz, o al menos alejarme de lo que me estaba impidiendo llegar a esa felicidad.
La puta madre, en qué momento este pibe llegó a conocerme tanto? Si no dormimos juntos, no tenía una especie de coraza que ocultaba mis emociones frente a él? Me di cuenta que nuestro vínculo y todo ese tiempo que habíamos pasado juntos en Buenos Aires había sido más que sexo, vino y papaya. Me di cuenta que me había dejado conocer igual, que me había expuesto igual, aunque me haya saltado el paso estratégico de dormir sin avanzar. Con Sebastián L. siempre nos divertimos mucho juntos, siempre la pasamos bien, más allá de coger bien. Siempre nos hemos reído mucho juntos, y siento que esa fue la grieta que me dejó expuesta y le permitió a él sacarme tanto la ficha; el sentido del humor. Lo había subestimado, pero ahora le encuentro sentido. El sentido del humor habla mucho de una persona, aunque esa persona no hable mucho de sí misma.
Me deja reflexionando, con todas esas observaciones que me vomita por WhatsApp. Porque eran todas acertadas, y sabía que tenía razón, y sabía que debería escuchar lo que me estaba diciendo, y hacerle caso.
Ambas visitas las siento como una especie de intervention. Como si tanto Agustín como Sebas L. hubieran sido enviados de la psicóloga que me atendió cuando me quebré la muñeca, a modo de reminder de todo el laburo que habíamos hecho juntas. Ese laburo que me había dado fuerzas para nadar desde el fondo del mar hasta la superficie de la felicidad. Me estaba olvidando de todo ese trabajo interno, me estaba olvidando de quién era, de lo feliz que podía ser, y Agustín y Sebastián L. fueron dos alarmas prendidas que vinieron a cachetearme la cara.

Yo una vez al año me enfermo. Sí o sí. Por lo general es gripe, pero un año fue una bronquitis aguda, otro año fue una gastritis terrible, pero por lo general es una gripecita que me tiene en cama 4 días y vuelta a la vida normal. No me molesta en absoluto, siento de hecho que es bueno para mi sistema inmunológico o algo así. Una vez al año está bien. Desde que llegué a Berlín me enfermé 5 veces, de las cuales 2 fueron graves.
Mientras estábamos en Estocolmo hicimos un paseo en barco que arrancó de día y con sol, pero para el momento que terminó el recorrido era de noche y soplaba un viento helado. Yo como de costumbre estaba en pelotas, muy desabrigada, y estaba encaprichada con quedarme en la parte de afuera del barco, porque las fotos iban a salir mejor desde ahí que desde adentro. Las fotos efectivamente salieron espectaculares, pero me agarré un resfrío TREMENDO, no eran moquitos y tos, era uno de esos resfríos de los que escuchás en la tele que matan a jubilados en invierno. Un resfrío en serio, un resfrío asesino, un resfrío vikingo. Ese resfrío terminó en un poco de fiebre, muchos mocos, mucha tos, y un dolor de oído tan fuerte que me hacía perder el equilibrio. Como dije, soy necia. Y cuando de salud se trata, necesito estar muriéndome para ir al médico. Si no, siempre espero que mi cuerpo actúe, que las cosas se solucionen por sí solas o por arte de magia (bah, como enfrento todos los problemas en mi vida..). No llegué a sentir que me moría, pero me asusté una mañana, la sexta mañana que pasaba en cama, me desperté con un ojo en compota, totalmente hinchado, rojo y supurando algo que parecía pus. Parecía conjuntivitis, pero de alguna forma no se sentía como tal, y estaba segura que estaba relacionado al resfrío sueco. Decido entonces dar el brazo a torcer, y llamo a un médico. Me derivan a una clínica especializada en oídos y ojos y todo lo que a mí me dolía en ese momento. Me atienden enseguida, y me dicen que qué suerte que había decidido hacerme atender. Lo que había pasado es que ese resfrío me había generado una infección en la garganta, que se propagó al oído (por eso dolía tanto). Cuando me tomé el avión de Oslo a Berlín, mi oído sufrió tanto el cambio de presión que casi implosiona, lo que agravó mil veces la infección. Hasta ahí, todo bien. Tardé tanto en ir a ver a un médico y había tapado tanto los síntomas tras automedicarme con kilos de ibuprofeno, que la infección no se curó y se me propagó al ojo. No era conjuntivitis, era un resfrío. La doctora me dijo, también, que si hubiese tardado aún más en ir a verla, la infección probablemente se me hubiese propagado al cerebro. Muy divertido todo. Me dio unas gotitas y el ojo, el oído y la cantidad de mocos en mi sistema respiratorio estaban normalizados en cuestión de días.
En todo el proceso el Danés no sabía qué hacer conmigo. Después de lo buena enfermera que había resultado yo aquella vez en Londres, él sentía que debía retribuir esos cuidados, o al menos intentarlo. Esa semana que estuve en cama queriendo morir, él con la mejor de las intenciones, queriendo levantarme el ánimo y levantarme de la cama, hacía cosas como poner música al palo, bailar en el dormitorio y extenderme los brazos para que baile con él. El cuerpo no me daba para hacer más que sonreírle desde las profundidades de las sábanas transpiradas de fiebre y los pañuelos descartables llenos de mocos que cubrían casi la totalidad del piso. Me enternecen los hombres. No es joda el instinto maternal. No digo que los hombres sean incapaces de cuidar de otra persona, pero a las mujeres nos sale algo desde adentro, de saber qué hacer. Quizás no sabemos cómo solucionar totalmente el problema, pero sabemos qué hacer hasta que llegue un profesional. Y creeme, no es invitar a la víctima a bailar.
Cuando eramos chicas y caíamos enfermas, mi papá siempre tomaba la posta de la situación y nos decía «quedate tranquila, porque yo soy medio médico». Toda mi infancia juré que mi papá era médico part time, y golfista profesional la otra mitad del tiempo. Cuando fui creciendo aprendí que no era médico, sino martillero, golfista amateur con un handicap que oscilaba entre 6 y 8, y que sus dones para curarnos una fiebre o sacarnos una astilla de la planta del pie no eran gracias a haber estudiado medicina, sino era por un instinto paterno-maternal que había desarrollado por necesidad cuando era chico y se hacía cargo de sus 4 hermanos mientras su papá marino mercante estaba navegando y su mamá estaba en el bingo, y también por ese enorme corazón de león que esconde bajo su frialdad germana.
La primera infección me la banqué como una reina, pese a los retos de la doctora alemana, a los bailes del Danés y a la falta de mi papá, mi doctor favorito. La segunda infección, no.
El Danés estaba fuera de Berlín, en alguno de sus viajes de trabajo, cuando empecé a sentir una molestia en el oído (no el que se me había infectado en Estocolmo, en el otro). Por supuesto que no quería darle mucha bola, rogué al dios de los oídos que se me curara solo, por arte de magia, que el talento medicinal de mi papá viajara por el espacio y el tiempo y me curara, pero ningún dios escuchó mis plegarias. Pese a que esta vez no estaba resfriada, me di cuenta que era una infección, y una igual de grave que la primera, así que antes de que se me pasara al ojo y al cerebro, llamé a un médico. Universal Assistance que tan bien se había portado hasta ahora, en vez de derivarme a la clínica a la cual había ido la vez anterior, me mandaron a un médico a domicilio. Un médico clínico. Un médico que, como el Danés con sus bailes, vino a mi casa con las mejores intenciones, pero nada de lo que hizo o me recetó funcionó. Empezó clavándome un hisopo hasta el fondo del oído, con el que sentí que me rascaba el cerebro. Esto no está bien, pensé. Me recetó unos analgésicos para niños, me dijo que tomara mucha agua, que tratara de dormir, me hizo firmar un documento que decía que aceptaba los cargos extra por «haber pedido un médico a domicilio en vez de ir a una clínica» y que en unos días me llegaría la factura. Se me partía el cuerpo de dolor, no tenía energía para llamar y putear a Universal Assistance, ni para ir a comprar los analgésicos. Decido una vez más automedicarme y tratar de dormir. Pasé toda esa noche sintiendo que me moría. Nunca sentí un dolor así. El cuerpo entero me temblaba, se sacudía de dolor. No podía pensar, tenía la mente nublada y llegué a preguntarme si la infección esta vez sí había llegado al cerebro, y si así se sentía morir. Googleo remedios caseros para las infecciones de oído. Se me cruzaba la vista del dolor, pero logro leer que algo me haría sentir mucho mejor era empapar una toalla en agua hirviendo y acostarme del lado del oído enfermo sobre ella, dejando que el aire caliente me acariciara el tímpano. No sé muy bien de dónde saco fuerzas pero logro pararme, agarrándome de los muebles y las paredes llego a la cocina y pongo a hervir agua. Mientras espero que hierva los temblores que me recorrían el cuerpo se hacían cada vez más fuertes y violentos, y empecé a poder imaginar lo que se debe sentir tener un ataque de epilepsia. El agua tarda lo que parecen años en hervir, y lo único que me mantiene en pie es tararear una melodía que me invento en el momento. Como cuando un bebé llora y quien lo tiene en brazos trata de calmarlo mientras tararea una canción de cuna, ese tarareo que se hace sólo con la letra «M».. Mmmm Mmmmm.. y el bebé eventualmente se queda dormido. Sigo tarareando, Mmmm Mmmmm.. El agua hierve, empapo una toalla y sigo las instrucciones de Google. Funciona, y la cara entera me sonríe de alivio. Hace mucho frío ya en Berlín y la toalla se enfría a una velocidad frustrantemente rápida, y necesito repetir el procedimiento unas 22 veces en toda la noche. Cuando amanece no puedo creer seguir viva. Quizás la infección no llegó al cerebro después de todo. Me siento débil, vacía, agotada. Quiero a mi papá. Quiero un oído nuevo. Quiero estar bien. Llamo a Universal Assistance y estoy lista para comerme vivo al primer telemarketer que me atienda. Logro que me deriven de urgencia a la clínica donde me habían mandado la primera vez. Me recibe, sorprendida, la misma médica. Le llama la atención que el oído de la otra vez esté completamente sano. Me enchufa una mini aspiradora en el oído infectado y siento como succiona una cantidad exorbitante de cera, pus y otros fluidos que mi cuerpo había generado tratando de curar ese desastre. Me dice que es una infección gravísima, aún peor que la primera. Putea contra Universal Assistance y no entiende cómo me mandaron al médico clínico y cómo hice para sobrevivir a esa noche del terror sola, sin analgésicos y sin mi papá. Durante toda la consulta me rodaban las lágrimas por la cara. No podía parar de llorar del dolor, del cansancio, de la soledad. La médica es sorprendentemente dulce conmigo, y me doy cuenta que mi papá no es el único alemán que esconde su dulzura tras la fama de frialdad germana.
Aparte de recetarme antibióticos y analgésicos para caballos, me incrusta en lo más profundo del oído una gasa empapada en antibiótico. Es la única manera, me dice. Durante 5 días tengo que volver a la clínica para repetir el mismo procedimiento. Todo me duele y más me duele no entender cómo o por qué me pasó esto. Las cinco veces que voy a la clínica y las cinco veces que me clavan la gasa en el oído le hago la misma pregunta. Y me responde lo mismo las cinco veces: puede haber sido por muchas cosas. A veces una infección es signo de que algo más está pasando en el cuerpo. A veces, como la primera vez, es a causa de un fuerte resfrío. Otras veces puede ser por haber entrado en contacto con aire frío. Otras veces es porque sí y no hay más explicación que esa, y que dejara de hacer tantas preguntas. Estaba agotando la dulzura de la médica y decido dejar de preguntar tanto por qué y simplemente aceptar la situación.
Yo creo que el cuerpo es sabio. Aún si lo exponemos frente a las situaciones de riesgo más obvias, el cuerpo va a ser sabio en cuanto a la reacción frente a esos riesgos. Y cuando no hay riesgo aparente pero el cuerpo reacciona igual, como me estaba pasando con esta segunda infección, también es porque el cuerpo es sabio. El cuerpo es sabio. El cuerpo prende alarmas cuando necesita llamarte la atención. A mí mi cuerpo me estaba hablando, me había prendido una alarma, roja y con sirenas sonando a todo volumen. Mi cuerpo me estaba gritando cosas al oído, y yo no lo estaba escuchando.

2 respuestas a «EL DÍA QUE SE (ME) PRENDIERON LAS ALARMAS»

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