EL DÍA QUE LAS DOS MADRES

Qué locura, son las madres. Cuánta intensidad, cuánto amor, cuánta locura, son las madres. Hacía menos de un mes que había apenas considerado la movida a Berlín. Una noche de verano cenando en La Cumbre con amigos y familia, Madre, de la nada, confiesa: «Estuve mirando pasajes a Berlín». Yo acababa de tomar la decisión, ni siquiera había yo mirado pasajes, ni siquiera sabía cuándo me iría. Su confesión hizo reír a toda la mesa a carcajadas, pero también nos enterneció enormemente.

«Pero dejame irme», le contesté, medio en chiste medio en serio. Necesitaba que me dejara ir primero, y después ella venir a visitarme. Sentí que si no le ponía un límite me iba a estar recibiendo ella en el aeropuerto de Berlín, con un cartelito tipo taxista con la frase «SOY TU MADRE, NUNCA TE VOY A DEJAR IR«. Cuando fui abanderada en sexto grado mi mamá no podía más de baba y cayó al acto escolar con una pancarta en forma de corazón que decía «SOY LA MAMÁ DE MORA». El comentario de todos mis compañeros era que ellos se morirían de vergüenza si uno de sus padres hiciera algo así. Yo no me morí, y tampoco me daba vergüenza. Nunca tuve ese tipo de conflicto con o hacia mis padres. Tuve otros dramas con y hacia ellos, por supuesto. Pero nunca sentí vergüenza ni esa hostilidad adolescente de odiar a los padres porque sí. Les tuve siempre un amor extraordinario. Claro que entré en crisis más de una vez respecto a nuestra relación; me costó aceptar que no eran perfectos, también me costó aceptar que mi papá la había elegido a mi mamá y no a mí (ya he comentado en posts anteriores el tamaño monumental de mi Edipo), y me costó también entender durante el divorcio cómo mi mamá había dejado de elegir a mi papá, ante mis ojos el mejor hombre del mundo. Tuve esas pequeñas etapas de pequeño odio, pero todo superado. Entonces mi miedo a que mi mamá me abriera la puerta del aeropuerto de Berlín no era un capricho irracional adolescente, era la necesidad de cortar el cordón umbilical.
La realidad también es que ambos padres siempre nos criaron a ambas hijas bajo una ley primera de total libertad e independencia. Siempre nos hicieron sentir libres e independientes, y siempre fomentaron esos dos pilares. Pero el cordón está, igual. Aún cuando nos fuimos a vivir solas a Buenos Aires, a 800km del nido maternal, aún allí, el cordón estaba intacto; tirante, pero intacto. Aún si hubiésemos vivido en la misma ciudad, Madre no hubiese jugado el papel de la típica mamá gallina que me hubiese llenado el freezer de milanesas todos los fines de semana, no. Porque ella no cocina, porque yo no como milanesas, pero porque también le escapa al estereotipo de madre intensa. Tiene sus ángulos lindos igual, esa intensidad. Es muy lindo y muy contenedor tener a los padres vivos y presentes. Eso es algo que nunca dí por sentado. Siempre fui muy consciente y muy agradecida de tener a mis padres; vivos, presentes, interesados, amor-osos, de corazón gigante. Pese a mi afán por cortar el cordón umbilical con los dientes a esta altura de mi vida, me pregunto si es posible cortarlo del todo? Siento que la respuesta es que no, y me pregunto si eso es algo bueno o malo.
«No hay edad para perder a los padres» dice siempre Madre. Ella perdió al suyo a los 18 años y no sonrió durante un año entero. Por supuesto que era demasiado chica para ese duelo. Por supuesto que hay gente que pierde a los padres aún siendo más jóvenes, por supuesto que hay gente que los pierde antes de siquiera conocerlos. Yo siento que siempre voy a necesitar a mis viejos. Y siento que nunca voy a tener edad para perderlos, ni edad para nada en realidad. Pero siento que si perdiera a alguno de ellos, no podría nunca volver a sonreir. Cómo hace la gente, para perder a alguien y seguir sonriendo, seguir viviendo, seguir respirando, seguir siguiendo? Nunca tuve una pérdida en mi vida. La muerte más cercana que tuve fue la de mi abuela, mamá de mi papá. Cristina de Kirchner. Una vieja que se estiraba la cara con tiritas de cinta scotch y nos «cocinaba» sanguchitos de miga del día anterior cuando íbamos a visitarla. Una mina un tanto jodida que no nos quería a mi hermana y a mí, y dudo si alguna vez quiso a alguien realmente. Una abuela que se negaba a cuidar a sus dos nietas bebés cuando su nuera viajaba de Córdoba a Buenos Aires y necesitaba de alguien que le diera una mano con las criaturas. Una mujer que le hizo la vida un tanto difícil a sus 5 hijos, una madre que cagaba a palos a su hijo infectado con polio cada vez que éste cojeaba, la anti madre, la anti abuela. Pero parió a mi padre, ante mis ojos el mejor hombre del mundo. Y por eso, abuela Cris, sólo por eso, te quise. Cuando murió yo estaba viviendo en Francia y al recibir la noticia me puse muy triste. No por ella, no por mí. Por mi papá. Me puso muy triste no estar ahí con él, no poder abrazarlo, decirle que todo iba a estar bien. Porque pese a lo jodida que fue con él, conmigo y con todos los demás, pese al abandono, al desamor y a los sanguchitos de miga secos, era su mamá, y el cordón umbilical estaba, un poco viejo, debilitado, estirado y flácido como un elástico barato, pero estaba; siempre y para siempre, ahí, uniendo, indefectiblemente, inevitablemente, a la madre y al hijo. Porque esa es la relación con las madres: indefectible, inevitable, incuestionable, todo poderosa.
La verdad es que casi ni cuento esa muerte como una pérdida, porque yo no perdí nada ese día. Nunca sentí que había tenido una abuela, y nunca sentí perderla. La mayor pérdida que tuve en mi vida, la más gigante de todas, la más terrible y dolorosa, fue perderlo a Sebastián. Me toco la teta izquierda mientras escribo este párrafo, porque no se murió, pero sí lo perdí, y con esa pérdida algo en mí se murió. Una parte de mí, una versión de mí. Y nunca, nada ni nadie, me dolió tanto. Pude dibujar una sonrisa en mi boca enseguida después de separarnos, pero los ojos me sonreían diferentes, tenía la mirada rota de dolor. Y me pregunté, otra vez, cómo hace la gente, para perder a alguien, perderlo de verdad y seguir sonriendo, seguir viviendo, seguir respirando, seguir siguiendo?

Cuando éramos chicas nos peleábamos un montón con mi hermana. Nunca algo físico, nunca nos agarramos de los pelos ni nos cacheteamos (una vez sí, cuando tenía 9 o 10 años se me escapó una cachetada y casi me muero horrorizada), pero sí nos matábamos a gritos y puteadas. Nos peleabamos MUCHO. Cosas de chicos, qué sé yo, nada raro ni nada grave. Pero mi mamá se ponía muy mal, se enojaba, se angustiaba mucho, enseguida le empezaban a saltar las lágrimas y decía «Dejen de pelear, porque cuando papá y yo no estemos más acá sólo se van a tener la una a la otra». Y tenía razón, pero a esa edad no podés pensarlo así, y te revienta que tu hermana te use las cosas o te diga tal o cual cosa, o que simplemente respire. Porque tener hermanos también un poco se trata de eso. Con los años, y sobre todo cuando empezamos a vivir lejos de la otra durante largos períodos de tiempo (primero yo un año en Francia, después ella un año en Italia y los dos primeros años que viví sola en BA), nos empezamos a extrañar MUCHO y las peleas se transformaron en palabras amables y promesas de amor eterno. Aún cuando ella se mudó conmigo a Buenos Aires, al principio nos matamos porque somos el agua y el aceite, pero luego aprendimos a complementarnos, y desde entonces vivimos en un idilio fraternal inmenso y absoluto.
Durante los casi 7 años que vivimos juntas y sin padres presentes en Buenos Aires, fuimos más que hermanas. Fuimos hijas y madres la una de la otra. La forma en la que nos queremos, la forma en la que nos cuidamos, cómo nos protegemos, cómo nos entendemos con sólo mirarnos, esa simbiosis, esa complicidad, ese amor incondicional que nos tenemos, tan grande y tan desde adentro que duele como un pelo encrnado; yo nunca vi algo así. Y no es sólo ante mis ojos. Recibimos muchos comentarios y admiración acerca del vínculo que tenemos. Al punto, por ejemplo, que cuando hace poco más de un año mi hermana se ganó una beca para ir a estudiar y trabajar a Nueva York durante 4 meses y yo no tenía definido lo de Berlín, un amigo de ella la apartó en una fiesta porque «tenía que hablarle de algo serio e importante», y le hizo un planteo de cómo iba a embarcarse en algo así y romper la convivencia y dinámica diaria conmigo, que eramos como una, que no podíamos vivir en continentes diferentes, que no era buena idea bajo ningún concepto. Me hizo acordar a esa vez que Uma Thurman cayó a una fiesta con una cara totalmente diferente y generó todo tipo de críticas y especulaciones sobre si se había sometido a cirugía plástica o no. Ella sostenía que era sólo un efecto óptico de maquillaje, pero sus fans estaban re enojados y uno dijo algo así como «Cómo te atreviste Uma, cómo pudiste?! Tu cara era de todos nosotros.». Con o sin cirugía, Uma sigue siendo Uma y a mi hermana y a mí no hay beca ni océano mediante que pueda cambiar lo que somos. Pero sí, los fans no estaban del todo de acuerdo.
Lo que todos estos años de hermandad había parecido ser el vínculo más fuerte, profundo y especial del mundo, redobló la apuesta y todo lo que nos une a la otra se intensificó y tomó una dimensión que apenas me entra en el pecho. Esa sería una pérdida de la cual nunca me recuperaría. Esa sí, me mataría. Por Lara, mi hermana, mi mejor amiga, mi segunda madre, mi primera hija, yo por ella me muero. Mato y muero por esa niña-madre. Y le doy la razón a mi vieja, 20 años después; porque cuando ella y el ante mis ojos el mejor hombre del mundo no estén más acá, lo único que me va a quedar es esta hermana, y me alegra tanto habernos peleado tanto cuando éramos chicas y haber agotado ese lote de peleas y que ahora sólo nos quede este amor gigante.

Así que me sentí por demás extasiada cuando después de que yo saqué mi pasaje a Berlín, Mamá Gallina y Hermana Gallina sacaron pasajes para venir a verme. Pese a la alegría que me daba la idea de reencontrarme con ellas, volver a verlas y abrazarlas, todavía era muy pronto. Llegué a Berlín el 3 de junio y ellas saldrían de Argentina el 3 de julio. Demasiado pronto. El cordón umbilical en vez de cortarse se hacía cada vez más fuerte y rechoncho. Porque si bien yo estaba feliz, estaba también cagada hasta las patas. Y ese «dejame irme» inicial que le había rogado a Madre se me estaba empezando a transformar en un «no me dejes ir». Era demasiado pronto, pero también me aliviaba saber que estaría bajo el ala de mamá gallina nuevamente, y que todo andaría bien.
Acordamos entonces que empezarían su viaje por algún otro lugar de Europa, y terminarían el recorrido en Berlín. Lo que me dio unas semanas más para asentarme en mi nuevo hogar y calmar mis ansias.
A esta altura ya todos sabemos cómo estaban las cosas con el Danés (el que no, lo invito a leer los posts anteriores), y unas semanas antes de que las chicas llegaran a Berlín, cuando aún él y yo estábamos en el capítulo de Londres empiezo a filmar unos videos conceptuales que le dieron forma a una serie que llamé «CALMA CHICHA». Son todos videos de agua en movimiento, y en el medio del cuadro una marca de agua que dice «Diazepam 15mg». En esa época necesitaba mucha calma, y estos videos eran mi pedido de ayuda, eran el botón de morfina que apretaba cada vez que sentía que el corazón se me estaba por morir de dolor. Y estos videos funcionaban porque tengo algo con el agua, que me calma. Más allá de que soy (muy) escorpiana y según horoscopo.net eso significa, entre otras cosas, que «refiere a la intuición, la sensibilidad, el instinto, la curación del alma, las habilidades psíquicas y la compasión. Sus nativos son personas receptivas, capaces de conectar con las emociones más profundas del alma humana y comprender con facilidad el mundo del inconsciente.», la conexión con el agua me pasa por otro lado. Como se habrán dado cuenta -o no-, yo lloro mucho. Cada vez menos, vale aclarar. Pero toda la vida fui muy muy llorona. Mamá es llorona también, pero llora más de emoción que de tristeza. Y cada vez que yo me ponía mal y el llanto empezaba a tomar control, mi mamá antes siquiera de preguntarme qué me pasaba, me daba un vaso de agua. Y no me preguntaba qué me pasaba, hasta que me terminaba el vaso. Charlabamos un poco lloraba un poco más, me daba otro vaso de agua, y me mandaba a darme una ducha. Y me quedó, eso de usar el agua para calmarme. Estar rodeada de agua, en contacto o al menos cerca de una masa de agua, siempre me calma. Calculo que tiene que ver un poco también con la idea de volver al vientre materno, a esa piletita tibia llena de diazepam y libre de preocupaciones y responsabilidades. Y cuando empiezo a hacer -y publicar- estos videos, yo lo único que quería era calma, era volver al útero, era dejar de llorar. Pero Madre lo único que leyó fue droga y le agarró una desesperación que casi adelanta el viaje pensando que debería venir a rescatar a una hija yonki e internarla en una granja. Le expliqué que no, que sólo extrañaba y estaba teniendo un episodio de mamitis aguda, pero que no había necesidad de cambiar el pasaje.

En algún momento de la primera semana de agosto, llegaron a Berlín. Las fui a buscar de sorpresa al aeropuerto, porque no podía aguantar un segundo más sin ellas. Las fui a buscar y ya en el tren hacia ellas se me cerró la garganta. Cuando las vi bajar del avión empecé a llorar a cántaros de alegría. Me estoy convirtiendo en mi madre, pensé. Es algo nuevo para mí llorar de emoción, llorar porque algo me pone contenta. Y así se me pasaron las 3 semanas que estuvieron de visita, con el llanto feliz siempre a punto de aflorar, con la garganta cerrada, con la sonrisa plena, el corazón contento.

Hicimos juntas: Berlín, Copenhague, Estocolmo, Oslo, Bergen y otra vez Berlín. El Danés nos acompañó en todo lo que fue Berlín y nos hizo de guía turístico en Copenhague. No es que haya sido mala idea, pero yo necesitaba estar sola con ellas. Y Londres aún era pintura fresca y necesitaba un break de él. Una noche en Copenhague me sugirió hacer rancho aparte, mandarlas a las chicas a pasear por ahí y hacer algo los dos solos. «Ah, no entendiste nada», pensé. Lo mandé a volar con esa idea ridícula y estuve muy muy feliz y hasta aliviada cuando nos subimos al tren que nos llevaría de Copenhague a Estocolmo y no le vería la cara por al menos dos semanas. «Al final, la que no entiende nada soy yo, estando aún en esta relación», pensé.

Pese a la desconexión que tenía con el Danés, siempre me sentí muy conectada con Escandinavia. No con la gente, pero ne lo que a geografía, clima y paisaje se refiere. Mi sueño absoluto es ir a la Antártida (o en su defecto al Ártico). Mi segundo sueño es ver las auroras boreales. Mi tercer sueño es comer y no engordar. Pero para los dos primeros, este viaje fue lo más cercana que estuve de cumplirlos, así que entre estar re-unida con mis gallinitas y estar cerca de dos de mis top 3 sueños en la vida, mi cabeza estaba a punto de implosionar de felicidad. Más allá igual de mi interés personal, es un viaje que recomiendo hacer, cualquiera sean tus top 3 sueños en la vida.
Fue un viaje por demás alucinante, cada lugar al que íbamos me dejaba sin respiración. Qué cosa alucinante, los paisajes en Escandinavia. Y ni siquiera llegamos tan al norte, pero en ese sentido es como Brasil: cuanto más al norte, más bello, más virgen, menos gente, menos argentinos. Más allá de los paisajes naturales, y esa cosita que tienen las montañas y los bosques de pinos que te llevan un poco a la Patagonia, la arquitectura escandinava (especialmente en Estocolmo) también es algo deslumbrante. Son postales muy imponentes y majestuosas, en ningún momento podés cerrar la boca de asombro.
Mi parte favorita de toda esta aventura fue una excursión que hicimos por los fiordos noruegos desde Bergen. Se hace una parte en tren y otra en barco. Tengo locura con viajar en tren, no sé bien por qué, pero me fascina. Y ese trayecto está rankeado como uno de los más bellos de Europa, así que era todo por demás increíble. La parte del barco es una especie de paseo en Buquebus pero en vez del Río de la Plata estás navegando en lo que parece el set de filmación de El Señor de Los Anillos, la parte de los elfos. Es algo absurdamente bello e irreal. Era el pico de belleza del viaje, pero también era el final del mismo. Nos habíamos llevado de maravilla las tres durante todo el trayecto. Nos habíamos reído hasta el dolor de panza, nos habíamos divertido como tres adolescentes en un viaje de egresados, nos habíamos dado todo el amor que habíamos acumulado en estos meses de estar separadas, habíamos descubierto todos estos lugares nuevos y espectaculares y los habíamos exprimido de la mejor forma, conociendo cada rincón, con los poros abiertos y respirando hondo todas estas nuevas experiencias. Todo todo había sido perfecto.. hasta que nos metimos a explorar los fiordos. En medio del paseo, arriba del barco lleno de turistas y sin escapatoria, se desató una pelea horrible y por supuesto innecesaria entre Madre y Hermana. Ni siquiera importa por qué peleaban, pero se dijeron algo que me molestó, me sentí tocada y no pude evitar meterme, y de repente estábamos las tres peleadas. Estábamos en el reino de los elfos escandinavos y ninguna lo estaba disfrutando. Madre se calzó los lentes negros y con el mentón apuntando al cielo y los brazos cruzados y enojados se sentó a tomar sol en el deck del barco, ignorándonos por completo. Lara se fue a recorrer el barco mientras ideaba un plan para amigarse con Madre. Yo, por supuesto, lloraba a mares en un rincón.
Tres días faltaban para que se volvieran a Argentina. Tres días de amor que me estaban robando a mí por estar peleadas. Me pregunté por qué no habían podido esperar a irse para sacar ese tema que las hizo enojar tanto y ahora eramos las tres como una pareja que está separada pero todavía están forzados a convivir bajo el mismo techo. Al día siguiente, el último día en Noruega, tuvimos el desayuno más triste del mundo. Sin hablarnos, sin sonreír, sin levantar la mirada del café, sin estar contentas. Qué duro debe ser divorciarse, qué tristes deben ser esos primeros desayunos. Es tremendo cómo con una pelea a veces es como si se borrara el disco rígido de buenos recuerdos de los días o semanas anteriores. Volvemos a Berlín, aún enojadas. Ellas enojadas entre ellas y yo tenía una posición neutral ante el conflicto pero estaba enojada con ellas por arruinarme esos últimos días que eran míos, como la cara de Uma.

Al llegar a Berlín finalmente charlan y no solucionan el problema pero sí dejan de estar enojadas. Se cancela el divorcio, todas contentas. Me doy cuenta que no fue la causa del conflicto, pero que teniendo la vuelta a Argentina tan pronta, estábamos todas sensibles, estábamos todas vulnerables, con la extrañitis a flor de piel, con un océano de emociones que ninguna sabía mucho cómo manejar. Y todo ese enojo que se desató en los fiordos no era enojo, era un poco la tristeza de estar llegando al final, de sabernos lejos las 3 una vez más. No era enojo, era dolor.

Y llegó así como si nada, el día de volver. Las llevo de la mano al aeropuerto con la garganta que se me cerraba un poco más con cada minuto que pasaba, siento que estoy cerca de dejar de respirar y me pregunto si sería capaz de autohacerme una traqueotomía con la Bic que tengo en la mochila. Por suerte en la mochila también tengo una botella de agua, opto por intentar eso primero, tomo unos cuantos tragos de agua, la garganta se me relaja, puedo respirar otra vez. Llegamos al aeropuerto con bastante tiempo, lo que hace peor todo. Cada minuto de espera es eterno y fugaz al mismo tiempo. Me angustia estar ahí pero estoy apreciando cada instante, aprovechando para abrazarlas lo más fuerte que puedo, memorizando la forma de sus cuerpos contra el mío, el olor de sus pelos, la forma de sus caras, el sonido de sus risas. Siento que no las voy a volver a ver. En cuanto abandonen ese aeropuerto yo me quedaría, finalmente, sola en Berlín. Sola con el Danés. Esta vez era de verdad. Esta vez sí habría una especie de paréntesis en el cordón umbilical. Esta vez me estaban soltando la mano y yo tenía que jugar a ser adulta. No era esto lo que querías? Me pregunto a mí misma y no sé qué responderme. Sí. No. No sé. Yo lo que quiero es volver a la panza de mi mamá. Yo lo que quiero es volver a ser chiquita y que mis papás sigan juntos y tener una abuela que no me quiere y ser feliz con eso. Me abruman tantas emociones, me abruma tener que hacerme cargo de mí misma, de mi edad, de un futuro, de cortar el cordón umbilical. Se hace la hora y ya llaman a embarcar. Por suerte la cola para el control de seguridad es larguísima y tengo unos momentos extra para observarlas a ellas y tratar de tragarme con los ojos su presencia. Se dan vuelta para mirarme y soplarme un último beso. Les sonrío con mucho esfuerzo, no quiero que me vean llorar (más). No quiero que mamá se vaya con la imagen de mi cara hinchada y destruida por el llanto, no quiero que se vaya preocupada por mí. Así que sonrío y les devuelvo el beso, agito los brazos saludándolas y deseándoles el mejor de los vuelos. Segundos después de que desaparecen de mi vista, en esa misma fila se desata una pelea muy violenta entre una pasajera y uno de los tipos de seguridad. No entiendo el idioma y no entiendo cuál es el problema, pero la mujer estaba muy enojada, y como ofendida y a los gritos se va de la fila pisando fuerte, y en el camino deja en el piso apoyada una valija un tanto sospechosa. Porque cualquier valija abandonada en un aeropuerto es sospechosa, y era justo la época en que había habido una ola de inconvenientes terroristas en Europa, y estábamos todos esperando la próxima bomba. En vez de salir corriendo, me quedo mirando. Quiero saber cómo termina la pelea aunque no entienda cómo empezó, pero también pienso que si ahí adentro hay una bomba, no me importa si explota. Si es morir o vivir extrañando a las dos mujeres que acabo de despedir, elijo morir. Me pregunto cómo hacen los expatriados para no morir en vida. No es vida tener el corazón partido, no sé cuánto tiempo pueda sobrevivir extrañando tanto a alguien. Qué voy a hacer el día que se me muera alguien? Qué voy a hacer el día que se me muera uno de mis padres? Me voy a morir de tristeza yo también. Cómo puede ser que me dominen tanto las emociones, cómo puede ser que sea tan débil, cómo puedo tener un corazón tan fácil de romper?
Al final la mina vuelve a por su valija y no explota ninguna bomba y yo no me muero y el avión despega con un cacho de mi corazón a bordo.

«Cuando seas madre vas a entender», me dice la mía cada vez que la llamo sobreprotectora o exagerada o dramática. Dice que cuando yo sea madre, voy a entender muchas cosas, y que voy a amar como nunca lo hice antes, pero que también voy a sufrir como nunca antes lo hice. Es eso siquiera posible?! Amar mas, sufrir más, sentir más?! Me agota pensarlo. Me agota y me aterra la idea de ser madre. También me gusta la idea, claro. Pero principalmente me agota y me aterra. Más que madre yo quiero ser abuela. Quizás para vengarme de la mía. Pero le tengo una idea más amable, al abuelazgo que a la maternidad. Como algo menos extremo, menos doloroso.
Aparte de los sentimientos y el sufrimiento que aparentemente me traería a mi persona tener un hijo, me pesa la idea también de generarle a alguien todo este mar de emociones. Me asusta estar del otro lado de ese vínculo indefectible, inevitable, incuestionable, todo poderoso. Me asusta ser responsable y creadora de algo tan enorme. Pero, si alguna vez en mi vida tengo la chance de generarle el nivel de amor que mis padres me generan y me han generado siempre a alguien, y si alguna vez tengo la chance de darle a alguien un hermano, de regalarle la posibilidad de generar el vínculo que yo tengo con mi hermana.. todo, absolutamente todo va a haber tenido sentido.
Pienso todo esto en el tren de regreso a mi casa, donde me espera el Danés impaciente. Estoy convencida de todo lo que pienso sentada en ese tren mientras me seco las lágrimas y los mocos de la cara, pero también pienso que no es el momento, y con último traguito de agua que me queda en la botella que tengo todavía en la mochila, me tomo la pastilla anticonceptiva.

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