EL DÍA QUE TAILANDIA III

«Love is like a fart; if you have to force it, it’s probably shit.» («el amor es como un pedo; si tenés que forzarlo, probablemente sea mierda»), dice la biblia.

Un trauma psicológico es un evento de alto estrés que amenaza profundamente el bienestar o la vida de un individuo; como una grave herida emocional. 

El vínculo de trauma compartido (shared trauma bonding) es la unión generada entre dos o más personas debido a una experiencia emocionalmente intensa. Según un estudio de la Universidad de Massachusetts, un trauma en común une visceralmente a dos personas. Esto es conocido en sociología como “pegamento social” (social glue). Una experiencia dolorosa se comporta como un agente vinculante en los entornos sociales, forjando conexiones entre los sobrevivientes; el famoso vínculo de trauma compartido.

Uno creería, entonces, que después de ser asaltados a mano armada en pleno barrio de Once en Buenos Aires en una primera cita de Tinder, hay bocha de futuro con ese chongo. Pero no. Nunca me habían asaltado, de hecho nunca había visto un arma y menos me habían puesto un chumbo en la cara. Esa fue la primera vez que tuve una experiencia traumática con un chongo (la segunda vez fue la relación entera con El Danés). Recuerdo el momento como si hubiese sido ayer, por un lado el TERROR que sentí en ese momento, y al mismo tiempo la gracia que me daba el chorro apuntándome a la cara con un arma con mango de madera que parecía sacada de una pintura de cacería de 1920. Por suerte yo no tenía nada encima -literal-. “Ni bolsillos tengo” le decía al chorro con las manos bien en alto señalándole con la pelvis que tenía calzas puestas, y él me insistía revoleándome la pistola en la jeta “dame el celular, dame el celular”. Aún si hubiese tenido el celular encima, el asalto hubiese sido un fiasco porque siempre tengo el celular más choto del mercado (gran life hack, si no te interesa ser cool, pero tampoco te interesa ser el objetivo de los punguistas). Reconozco que tuve miedo que por no tener nada para darles, atentaran con violarme o pegarme un tiro en los dientes justamente por no tener nada mejor que darles. Suerte la mía, la lógica que tuvieron fue “ah, no tienen nada? Entonces nos llevamos el auto”. Y se llevaron las llaves del auto de muchacho (con las llaves de la casa en el mismo llavero). Porque qué hacíamos en pleno barrio de Once a las 3am en calzas y sin nada que ofrecer? Habíamos bajado a ponerle fichitas al parquímetro. Qué sé yo, decisiones raras si las hay, empezando por vivir en Once, teniendo la posibilidad de vivir en otro lado. Y vengan de a uno a decirme que Once es un barrio peligroso pero cool porque es más canchero bancarse la violencia y vivir con miedo que ser concheto. Yo en Buenos Aires salgo con el mismo miedo a la calle en Recoleta que en Ramos Mejía (donde también tuve un novio), pero en mi opinión es innecesario meterte a vivir en un barrio de zona liberada. Era la primera cita, la primera vez que nos veíamos la cara, y nos pasaba eso. Ni sexo habíamos tenido y la noche estaba arruinada. Los chorros subieron al auto que habían cruzado en la vereda para acorralarnos, y se alejaron a toda velocidad. Muchacho me miró aterrado, primero a la cara, y después a los pies. Por supuesto que yo estaba usando unas botas de cuero con un taco de 15cm, muchacho levanta la vista y me tira una mirada inquisitiva. “Puedo correr” le digo. Y salimos disparados hacia la avenida más cercana a pedir ayuda. Más tarde esa noche recuperamos las llaves de la casa (que habían quedado puestas en la puerta del edificio, del cagaso del momento no nos habíamos dado cuenta, y los chorros parecían tan pasados de paco que tampoco se percataron), entramos al departamento, nos reímos un poco de la situación, cogimos rico, me quedé a dormir y creí profundamente que ese evento traumático nos uniría; no para siempre, pero pensé que se habría forjado ahí cierto vínculo que nos acercaría al menos por unos meses. La “relación” no duró más de 4 salidas más. Refuto entonces la teoría del vínculo de trauma compartido. Si no hay química o no hay interés previo de parte de alguno de los involucrados, no hay pegamento social que aguante. 

Después de 3 días de puro vómito y cagadera -very romantic-, volvimos a la normalidad con El Alemán. Nos quedaban sólo 4 días en esa pequeña isla fantasma perdida en algún lugar del Golfo de Siam, y si bien no había forma de remontar el espíritu sexual o romántico entre los dos, decidimos sacar lo mejor de la situación. Alquilamos una motito y recorrimos toda la isla, miento si digo que no era hermosa y que por un minuto o dos hice las paces con el sol. La isla era tan mini que la recorrimos de arriba a abajo en sólo un par de horas, pero descubrimos un acantilado al lado de lo que parecía un laboratorio abandonado de Lost con una vista soñada, y aún en lo que parecía la parte más vírgen de la isla, para donde uno levantara la vista se veían postes altísimos con 4 o 5 cámaras de seguridad. Extraño país, Tailandia.

También descubrimos una playa privada a los pies de un hotel 5 estrellas (que pudimos quedarnos porque nos hicimos los boludos y llevamos toallas del mismo color que las del hotel) donde unas thai muy sonrientes nos hicieron los masajes más increíbles del universo. No soy muy amiga de los masajes porque me pone muy incómoda que me manoseen el cuerpo, por eso pedí el masaje de cara y cabeza, y me masajearon hasta las ideas. La última playa que descubrimos nos robó el corazón y fuimos habitués durante los 4 últimos días del viaje. Era una playa minúscula casi sin gente, con una hamaca colgando de un árbol altísimo en el medio de la nada, y a pocos metros un chiringuito con más empleados que habitantes de la isla. Cada día llegábamos a eso de las 11, pipones post desayuno buffet del hotel, y nos adueñábamos de ese mini paraíso escondido. Nuestro spot favorito era justo donde la sombra dividía la isla. Él se tiraba a dormir la siesta al sol, yo por supuesto a la sombra. De vez en cuando despertábamos de nuestras respectivas siestas, nos hacíamos unos mimos, leíamos un poco, nos metíamos al agua, íbamos, veníamos, hacíamos snorkel,, jugábamos a la paleta con unas paletas de plástico con animé estampado que habíamos comprado en el mercadito del pueblo, tomábamos unos jugos tropicales de coco o ananá o banana hechos en el momento, y volvíamos a lo nuestro; él al cancerígeno rayo del sol, yo a las vampiras penumbras.. Hacíamos una religiosa pausa para almorzar pescaditos y mariscos recién traídos de altamar y al atardecer abríamos las primeras cervezas tailandesas del día. Ese era el viaje que habíamos soñado. Pero la química entre nosotros si no estaba ya arruinada, estaba dormida. Éramos dos amigos de vacaciones. Era ese el viaje que habíamos soñado, pero con un timing errado.

El último día fuimos a la misma playa, al mismo spot mitad soleado mitad a la sombra, leímos los mismos libros, tomamos un montón de jugos, comimos pescaditos. Pero queríamos hacer algo más, algo diferente, algo épico. Ese día el mar estaba atípicamente picado, como enojado el mar que nuestro viaje se había desvirtuado tanto. O esa era yo? Alquilamos un kayak al mismo tipo que atendía el chiringuito.

Soy una mina que siempre está tratando de hacer ejercicio. Desde muy chiquita que mi mamá nos inculcó cuidar el cuerpo y mover el orto. Porque si bien la genética nos dio a ella, a mi hermana y a mí las piernas más fibrosas del condado, si no las cuidamos no hay genética que aguante. Ando todo el día en bici, salgo a correr, fui enferma del muay thai hasta que me fui de Buenos Aires, no tomo ascensores ni transporte público si puedo evitarlo, voy al gimnasio cuando tengo plata. Mal que mal siempre estoy en forma, a veces un poco más, a veces un poco menos, pero siempre en forma (nunca inenforma). Ejercicio sí, deporte no. Eso sí que no está en mis genes. En el colegio teníamos un semestre atletismo, el otro semestre hockey (y rugby  los varones). Odiaba profundamente la mitad del año en que me obligaban a jugar al hockey (otro trauma que no me fortaleció ningún vínculo con el resto de los sobrevivientes). No soy buena en los deportes de equipo, y la verdad me aterraba jugarlo. Había leyendas urbanas de chicas que habían perdido dientes o que casi les habían reventado un ojo de un bochazo. Y recuerdo a las profesoras de educación física contando esas historias con orgullo, como si esas chicas hubieran ganado un premio al mérito, como si cuanto más una estuviese dispuesta a poner su salud e integridad en peligro, más aportaba al equipo y al deporte. Nunca entendí ese tipo de adrenalina y nunca entendí al hockey. El resto del año era muy feliz porque las clases de atletismo consistían más que nada en salir a correr por la montaña cruzando arroyos y cruzándote con algún que otro zorrito salvaje, sin ningún entrenador gritándote al oído y sin bochas rompiendo dientes al tuntún. Y digo que más que nada consistían en eso, porque el resto del tiempo nos hacían practicar otros aspectos del atletismo totalmente incompatibles con mi genética deportiva: salto en alto, salto en largo (tengo piernas fibrosas pero cortitas), tiro de jabalina, de disco y de bochas de acero. Aborrecía enormemente esas clases. Entiendo la decisión del colegio de que alguna forma todos intentemos todo y fomentar el ejercicio físico, pero tenían tolerancia cero con la gente que no es atlética por naturaleza. Cada vez que tiraba una jabalina, salía disparada como para arriba y volvía a caer como un boomerang con la velocidad de una bala, aterrizando a 90 grados del piso a centímetros de mis pies. Era muy frustrante y muy aburrido y no tenía escapatoria. Y lo mismo le pasaba a un montón de chicxs con correr. Para mí era un momento de placer absoluto, pero hay gente y cuerpos que no están preparados o destinados para correr durante 45 minutos, y ninguna autoridad parecía entenderlo. Pero aún para los alumnos más atléticos y fibrosos de la escuela, era obligatorio el famoso y penoso campamento de fin de año. Podías haberle dado la vuelta al mundo trotando o tirar una jabalina 300 metros por los aires, que si no ibas al campamento desaprobadas la cursada entera de educación física. No tiene sentido alguno. Otro trauma de mi infancia que más que acercarme a otras personas me hizo odiar a mi colegio y a los campings.

Tampoco llevo en la sangre el fanatismo por los deportes extremos o de riesgo (para mí jugar al hockey ya era riesgo suficiente y por demás innecesario). Sí, mamá, ya sé que cuando volé en parapente y mientras vos sufrías desde tierra firme yo estaba feliz, y lo volvería a hacer. También me volvería a tirar en paracaídas y volvería a sonreír durante los 5 mil metros de su caída libre, y volvería a subirme a un helicóptero con una cámara colgada del cuello a las 4am cruzando Buenos Aires sin luces porque el piloto no tenía licencia para atravesar la ciudad. Pero para mí esas cosas no cuentan como deporte. Para mí fueron experiencias, aventuras. Como ir a un parque de diversiones o comer un brownie con demasiado hash adentro. Para mí no califican como deportes de riesgo; son sólo situaciones un tanto arriesgadas. Para mi mamá, yo colgada de un parapente, un paracaídas o un helicóptero, fueron experiencias traumáticas, que tampoco la unieron a nada ni a nadie. Pegamento social tu cara.

Cuento esa vez que alquilamos un kayak en una playita escondida en una isla perdida en algún lugar del Golfo de Tailandia como mi primera -y única- experiencia con un deporte de riesgo. Quizás cuento el kayak como tal y no el parapente ni el paracaídas ni el helicóptero, porque por primera vez sentí mi vida en peligro. Si hubiese estado sola nunca hubiese optado por una actividad como esa, pero me moría de ganas de remontar el vínculo con El Alemán y a esa altura estaba dispuesta hasta a entrar en una competencia de tiro de jabalina por él. Alquilamos un kayak azul cielo, pusimos todas los celulares y los libros en una mochila impermeable que habíamos comprado junto a las paletas de animé en el mercadito, me embadurné en protector 100, me puse mi remera anti rayos UV, nos explicaron en un pésimo inglés las reglas básicas de cómo no morir, y a la aventura fuimos.

Aunque no necesariamente de riesgo, nunca había remado tampoco. Sí había usado una y mil veces la máquina de remo en el gimnasio, y de hecho era uno de mis aparatos favoritos para entrenar, pero posta la vida real requiere mucha más fuerza y mucho más huevo. Al principio no se sentía como un gran desafío; una vez pasada la primera barrera de olas violentas que rompían en la orilla contra el chiringuito, el agua subía y bajaba con una gran diferencia de nivel, pero no eran olas amenazantes, eran sólo pancitas que se inflaban y se desinflaban, como si el mar respirara agitado debajo nuestro. Nos adentramos más y más mar adentro, hasta que el chiringuito quedó casi indetectable a nuestra vista. El mar me da calma y cagaso al mismo tiempo. Pero también estar dentro de ese kayak de plástico azul cielo me daba cierta tranquilidad; me sacaba el miedo tener algo que me separara -y me mantuviera seca- de la inmensidad de la profundidad del océano. Yo iba sentada adelante, y El Alemán atrás. De vez en cuanto me daba vuelta a mirarlo para ver si él estaba tan fascinado con la experiencia como yo, y sí, sí lo estaba. Me devolvía la mirada con lo que parecía ser amor, como contento y cómplice, feliz de finalmente estar compartiendo una experiencia increíble que no involucrara una visita al hospital

Remamos por lo que parecieron horas y nos alejamos algo así como 1 kilómetro de la costa que suena a poco, pero es bocha. El paisaje iba mejorando oleada a oleada, y con la belleza del paisaje aumentaba también el tamaño y la violencia de las olas. Como íbamos bordeando la costa, paralelos a la playa, también ibamos paralelos a la cresta de la ola, y no siempre la sufreábamos con elegancia. Un par de veces las olas golpearon tan fuerte que casi nos tiran al agua, y a mí se me paró el corazón. Qué respeto le tengo al mar, y cuánto cagaso. Le prefiero desde afuera al mar, me es mejor programa sentarme por horas desde tierra firme mirando el mar que meterme tan adentro sin garantía de poder volver por mis propios medios, y sin saber qué y cuánto hay bajo mis pies pedaleando agitadamente como un pato. Por supuesto que nos ganó Poseidón y en un abrir y cerrar de ojos estábamos bajo el agua, tratando de mantenernos a flote a quién sabe cuántos demasiados metros de profundidad, tragando agua salada, con el kayak dado vuelta y la mochila impermeable flotando alegremente alejándose de nosotros. Primer paso, atar la mochila al kayak; segundo paso dar vuelta el kayak. Ya bastante complejo es maniobrar un kayak de casi 4 metros de largo en tierra, más en agua, y ni te cuento 1 kilómetro mar adentro, dado vuelta, con las olas cacheteándote la cara. No teníamos ni cómo agarrarnos del kayak, y después de mil intentos de darlo vuelta haciendo fuerza sólo con los brazos y las piernitas de pato sacándote a flote bicicleteando a mil por hora, logramos que el casco quedara boca abajo. El próximo desafío era volver a subirnos. Parecíamos osos panda tratando de escalar una pirámide enmantecada. Era imposible, y cuando uno lograba subir, trataba de ayudar al otro y el kayak se volvía a dar vuelta. Y las olas seguían azotando enojadas. Cada vez que el kayak se daba vuelta, se llenaba de un poco más de agua. Y se nos dio vuelta muchas veces, y había mucha agua adentro, lo que le sumaba kilos y kilos de peso muerto. Como nunca logramos subirnos los dos, y ya estábamos exhaustos, decidimos tironear del kayak como a un caballo que no quiere caminar hasta el punto más cercano de la costa. Ah, y el hermoso detalle que toda esa parte de la isla era costa rocosa; si nos acercábamos con un mar tan enfurecido moríamos de la forma más tonta del mundo. Así que seguimos bordeando la isla, queriendo morir, yo cuestionándome todas las decisiones de mi vida, y jurando nunca más meterme en Tinder. Finalmente logramos divisar algo que parecía arena y unas casitas. Sacamos fuerzas de donde no teníamos, y logramos encallar el kayak en la playa. “Náufrago” un poroto. Caímos rendidos contra la costa. Dejamos el kayak tirado y tratamos de recuperar el aliento. Qué terrible debe ser naufragar de verdad, qué miedo, qué agotador. No podíamos creer por lo que habíamos pasado, pero sabíamos también que debíamos volver al punto de partida e iba a sernos imposible por tierra. Nos habíamos alejado un montón y no podíamos volver al chiringuito sin el kayak. Decidimos descansar un poco y recuperar energía. Yo lo que necesitaba era un curry lleno de calorías y una siesta, pero no teníamos comida y tampoco agua. Después de unos minutos de quedar tirados en la playa respirando agitadamente sin decir palabra, sólo mirándonos sin poder creerlo, se nos acerca un thai que salió de la nada. Sonriente, of course, y con un inglés quebrado nos explicó que era una playa muy exclusiva y muy privada y que teníamos que irnos inmediatamente de ahí. Lo miramos perplejos. Le explicamos lo que había pasado, por si no era lo suficientemente obvio aún que no estábamos tratando de colarnos en una fiesta en un yate de algún millonario, sino que había sido una situación de emergencia. Mucho no le importó y con la misma sonrisa nos volvió a echar a patadas. “Están molestando a los huéspedes”, dijo. Levantamos la vista y vimos a pocos metros unos 4 o 5 turistas rubios tomando piña colada de una pajita, mirándonos con asco. Le pedimos si no nos podía dar un poco de agua, nos dijo que no ya no tan sonriente, y volvió a pedirnos que nos fuésemos de inmediato. Parecía un chiste, pero no lo era. Tratamos de sacarle el agua al kayak pero no pudimos. Tenía unos agujeros minúsculos que se supone son de desagüe, pero había entrado tal cantidad de agua que era imposible desagotarla por esos agujeritos a cuentagotas. Se empezaron a cercar dos tipos de seguridad más grandotes que el primero, sin sonrisa y con cara de malos. Teníamos que elegir ser comidos vivos por el mar o por los thai más musculosos y antipáticos de toda la isla. Optamos por el mar.

Remar un kayak lleno de agua con un Tinder que conocés hace dos minutos, deshidratados, cansados, frustrados, al sol y con el mar más picado que ha visto Tailandia es literalmente como remar en dulce de leche. Pero no estilo colonial; dulce de leche repostero guardado en la heladera hace 3 semanas, todo duro y pegoteado. Fue físicamente una de las cosas más difíciles y desafiantes que tuve que hacer en mi vida, aún más que todas las mudanzas que hice sola en Berlín. Tuve más de un momento de sentir que no íbamos a poder lograrlo. Y qué hacíamos si no podíamos hacerlo? Quién nos iba a socorrer? El alquiler del kayak había sido más caro que un kayak nuevo, y el dueño del kayak ya había cobrado, por lo que no creo se hubiese escandalizado mucho si no volvíamos. Realmente tuve miedo ese día, y El Alemán trataba de darme calma pero era evidente que él sabía igual o menos de kayaks que yo. Después de una eternidad de remar contra la corriente y con las olas boludeándonos como un torero a un toro que está a punto de morir, se nos volvió a dar vuelta el kayak, los remos comenzaron a alejarse en distintas direcciones y a toda velocidad, y por supuesto le volvió a entrarle -aún más- agua. Yo quería llorar. No sabía qué hacer, y sentía que si me tomaba dos minutos para llorar tranquila flotando en mar abierto lo más probable era que El Alemán entrara en un panic attack y yo muriera ahogada. Así que con mucho esfuerzo y aguantandome las lágrimas dimos vuelta el kayak, me tragué la angustia y con fuerzas que no puedo explicar de dónde saqué logré subirme. Me sentía tan rendida, tan vacía de energía y con tantas ganas de volver a Berlín… El Alemán logra subirse también, y milagrosamente el kayak se mantiene a flote del lado correcto, pero con tanta agua dentro que íbamos casi sumergidos. Tengo un recuerdo emocional muy raro de ese momento, porque sé que pasó mucho tiempo y remamos hasta que se nos acalambraron los brazos y que un poquito hasta lloré, pero el siguiente recuerdo que tengo es llegando a la costa donde estaba el chiringuito y el dueño esperándonos con la sonrisa más grande de toda Tailandia. Sentí una felicidad y una bronca enorme al mismo tiempo. Bah, no sé si bronca… No sé cómo se le llama a la sensación de haberte salvado de una situación que podría haber terminado en tragedia, pero sentía como una mezcla entre alegría y agradecimiento por ya estar fuera de peligro, pero también había sido todo tan innecesario y tan frustrante, hubiese sido tan tonto todo si me moría ahogada por culpa de un kayak lleno de agua que alquilé con un Tinder… Tomamos mucha agua y después una birra helada enorme y decidimos dar por terminado el día. Estábamos dando por terminado el viaje. Era tal el shock y el cansancio que teníamos que esa noche no salimos ni a comer ni a tomar algo ni a despedirnos de esa isla tan chiquita pero tan intensa. Tampoco cogimos. Nos dimos un abracito medio raro hasta que nos quedamos dormidos. Me fui a dormir con sentimientos encontrados, por un lado sintiendo que este viaje nos había arrebatado cualquier tipo de futuro juntos, pero por el otro lado, si habíamos sobrevivido a tantas experiencias traumáticas.. no seríamos capaces de enfrentar cualquier cosa juntos, y salir triunfantes? No habíamos demostrado tras sobrevivir a esos 15 tortuosos días que éramos un buen equipo, que juntos todo lo podíamos? Uno creería, que después de casi ser secuestrada por traficantes de blancas en Bangkok, subsistir a una neumonía, a una intoxicación violenta por mejillones y casi morir ahogados en el mar, todo por decirle que sí a un viaje todo pago a Tailandia en una primera cita de Tinder, hay bocha de futuro con ese chongo. Pero no.

Al día siguiente comimos nuestro último desayuno buffet en silencio. Hicimos las valijas, el check out, devolvimos la motito y nos embarcamos en el primer ferry que iba al continente. En el ferry nos pusimos a hablar con una pareja de ingleses jubilados y por primera vez El Alemán me llamó su novia. No digo que me haya escandalizado porque amo estar de novia y el compromiso no es algo que me asuste, pero me pareció fuera de lugar porque no tenía sentido. Nuestra relación no había crecido en esas dos semanas; nuestro vínculo no se había hecho más estrecho por el trauma compartido. En todo caso, cualquier fueguito preexistente se había disuelto como un terrón de azúcar en el mar; éramos como 2 amigos.

Llegamos al continente, esta vez de día, lo que hacía todo mucho menos tenebroso que cuando llegué allí a la ida. Compramos snacks tailandeses y cerveza fría y nos llevaron en una van sin aire acondicionado hasta Bangkok, donde pasaríamos una noche, y al día siguiente volaríamos temprano a Alemania. El Alemán había reservado un cuarto en un hotel boutique de ensueño que parecía sacado de una revista Vogue, tan hermoso como prometedor, daba la sensación que podía salvar cualquier matrimonio y cualquier parejita recién conocida en Tinder que estaba en situación emocional post traumática. Estaba en el lugar más estratégico de la ciudad, donde se suponía que estaba el ruido pero no el peligro, y donde íbamos a tener una increíble experiencia turística parando menos de 24 horas en la ciudad, ya sabíamos dónde ir a comer mariscos que no nos pincharan el estómago y muchos monumentos y rincones pintorescos e imperdibles nos quedaban a tan sólo minutos caminando. Llegamos, hicimos el check in, y casi sin pensarlo nos metimos a la ducha, como para lavarnos el gualicho de la isla. A los pocos minutos llaman a nuestra puerta, y una thai muy pequeñita y muy sonriente con uniforme de recepcionista primero le dijo al Alemán que yo era muy linda, y después le explicó que había habido un error y que nuestra reserva era para esas mismas fechas pero para febrero de 2019, no febrero 2018, y que tenían el hotel completamente lleno, y que debíamos devolver la habitación porque los huéspedes que habían reservado para febrero 2018 estaban en el lobby de abajo esperando su cuarto matrimonial de ensueño. Parecía un chiste, pero no lo era. No podíamos creerlo, pero a esa altura del partido con todo lo que nos había pasado podría habernos tocado la puerta un alien remando un kayak volador y no me hubiese parecido del todo una locura. No teníamos adónde ir. Del hotel nos metieron de una patada en un taxi y nos reservaron habitación en otro hotel, que según ellos era igual de lindo e igual de salvador de parejas en situación post traumática. Por supuesto que no lo era; era una torre monstruosa de cemento, en la horrible y aburrida periferia de la ciudad. El cuarto estaba bien, pero podría haber sido un cuarto de hotel en cualquier otro lugar del mundo. Nos quedamos encerrados ahí, y no vimos nada de Bangkok. El hotel tenía un restaurant donde servían sólo comida internacional (hamburguesas y pastas), y las porciones eran minúsculas. Teníamos un mini bar bastante completo y cuando te digo que el viaje era todo pago era todo pago, y El Alemán pagó por todos los maníes y los chocolates innecesariamente caros que te da un mini bar. Nos echamos un polvo tristísimo donde ninguno de los dos acabó y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente desayunamos en el hotel (cómo me  gustan los desayunos buffet), y debo decir que fue espectacular. Una buena. Nos lavamos los dientes y partimos al aeropuerto. Como yo había sacado mis pasajes a último momento, viajábamos en vuelos diferentes. El mío era el que más temprano salía, y El Alemán tuvo la caballerosidad de acompañarme a la puerta de embarque, aunque la de él quedaba en la otra punta del aeropuerto. Fue una despedida rara, le estábamos diciendo adiós a algo que hacía días ya no estaba ahí. Tenía tantas ganas de decirle que lo quería, tenía tantas ganas de quererlo y que él me quisiera a mí.. Y antes de salir de Berlín había tenido tal certeza de que para este momento nos estaríamos amando profundamente… pero no pude decírselo, porque simplemente no lo sentía, no estaba ahí. Si no hay amor, si no hay química desde adentro por default, no hay pegamento social que aguante. Aunque no fue la última vez que nos vimos, algo se había quebrado, y nunca más iba a volver a ser. Nos dimos un pico y mientras entraba a la manga después de que me controlen el pasaporte, caminé hacia mi Berlín sin mirar atrás.

3 respuestas a «EL DÍA QUE TAILANDIA III»

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